Para mi madre, cuyo tesón me
inspiró y aleccionó,
haciendo de éste el mejor viaje
que he realizado en la vida.
Partí de la Ciudad de México aproximadamente a las diez de la noche del
viernes.
Crucé la puerta del hotel de Moscú a las cinco de la mañana del domingo,
tras completar el vuelo de conexión con su respectiva espera... desespera... en
el Aeropuerto de Schiphol de Ámsterdam, donde un desperfecto mecánico obligó a
la aerolínea KLM a cambiar de avión.
Pese al desconcierto por la diferencia de horario y el cansancio del
trayecto, tan pronto como me enteré de que tendría el día libre, no concilié el
sueño y esperé sobre la cama a que amaneciera.
Vista del Monasterio de Novodévichi, también conocido como Monasterio Bogoróditse-Smolenski. |
Me dirigí a la recepción, donde solicité un mapa de la ciudad, además de
ayuda para determinar el modo óptimo para dirigirme al Cementerio de
Novodévichi (Ново девичье кладбище, Novodévichye kládbische). Leí
que el complejo permanecía cerrado el lunes, y era consciente de que quizá no
dispondría de otra oportunidad para conocerlo.
El taxista que me trasladó por la madrugada me informó que la estación
de metro más próxima al también monasterio era Sportívnaya. Esto
facilitó su ubicación en la línea roja —la número uno.
Después de superar el pánico escénico que supone llegar a un país ignoto
y aventurarse por sus rincones —salir a la calle, abordar el transporte público
y sentir las miradas inquisitorias de los usuarios; recibir de lleno el golpe
del idioma ajeno, así como descifrar un alfabeto extraño mientras se cotejan
los nombres del papel con los letreros...—, transbordé en un par de ocasiones
para alcanzar mi destino.
Consideré exagerada la fama del Moskovski metropolitén. Si
bien es un «palacio subterráneo», a mí me pareció uno bastante descuidado.
Llamaron mi atención las interminables escaleras que me internaron, lentamente,
en el profundo andén —otrora planificado como refugio antibombas durante la
Guerra Fría.
Los candiles, los pasamanos de madera y los arcos, así como los trenes viejos, me recordaron a los escabrosos vagones —casi quirófanos móviles— de Budapest que no sólo me transportaron al distrito de Ferencváros, sino a la misma época de los regímenes comunistas.
Me encaminé a la salida. Le pregunté a una comerciante por el lugar. Con
el ceño y sendos ademanes con la mano —derecha e izquierda— me indicó el
camino.
La llovizna que comenzó durante la larga cuesta que remonté del hotel a
la estación de Ulitsa 1905 goda, de la línea violeta, arreció. Yo
no asimilaba —entre otras cosas por no haber dormido y carecer de la noción del
tiempo— que ya eran poco más de las once.
Supe del Cementerio de Novodévichi, gracias al capítulo moscovita de la
serie de la BBC titulada Classical Destinations: Great Cities and their
Music[Destinos clásicos: las grandes ciudades y su música],
conducida por Simon Callow. La emisión se dedica a dos de los compositores
fundamentales del siglo XX: Dmitri Shostakóvich y Serguéi Prokófiev. De hecho,
el presentador cierra el programa con las imágenes in situ de
las tumbas de ambos músicos.
Al doblar la esquina divisé algunos autobuses, e intuí que había
llegado: las cúpulas ortodoxas y los enjambres de turistas se desvelaron ante
mis ojos más adelante.
Me allegué a la entrada. Un vigilante con impermeable flanqueaba la
reja. La mayoría de los visitantes y sus guías se replegaron por el agua.
Consulté el plano, erigido cual atril con partitura desplegada ante los
miembros acostados de la orquesta fúnebre: mi objetivo era la sepultura de
Antón Chéjov. La localicé; sin embargo, por más que lo intenté, no pude
ubicarme.
—¿Chéjov? —inquirí al encapuchado. Con el brazo derecho señaló hacia ese
mismo lado —¡como si su ademán me sirviera de algo en un panteón con más de 27,
000 lápidas!
Comencé a deambular. La gente se guarecía bajo el techo aledaño a los
sanitarios. Salió paulatinamente: hablaban en japonés, chino, noruego... En
ocasiones, para hacerme de datos, me arrimaba a estos grupúsculos como el
carroñero que devora las sobras dejadas por los depredadores.
Identifiqué inmediatamente el sepulcro de Borís Yeltsin —el de la
bandera tricolor rusa. Fotografié cuatro más cercanos a éste: uno en que
destacan sendas efigies de un sujeto sentado y un perro, los cuales están junto
al de una danzante —los últimos dos que capté se encuentran frente a los anteriores.
Dichas losas resultaron pertenecer respectivamente al más célebre cómico
soviético, Yuri Vladímirovich Nikúlin, quien en las postrimerías de su vida
fungió como director general del Circo de Moscú; a la bailarina, Galina Ulánova
—que muchos suponen la de Anna Pávlova, también enterrada en este
«camposanto»—; al exitoso violonchelista de origen azerbaiyano, Mstislav
Rostropóvich; y un monumento donde figuran tres héroes de la Unión Soviética:
Lev Dovátor, Iván Panfílov y Víktor Talalíjin.
Si alguien se extravía dentro de esta necrópolis, siempre tiene el
consuelo de toparse con personas que lo están aún más. Refiero esto porque una
pareja de homosexuales viejos se acercaron a mí para enterarse de quiénes eran
algunos túmulos.
Al aceptar que no hallaría a Antón Pávlovich por mí mismo, demandé a una
intérprete local que mostraba la losa de Nikita Jrushchov a un reducido grupo
asiático. Sin aclarar mi duda, me orientó hacia uno de los muros atestados de
columbarios.
Los retratos de los personajes de las paredes se me semejaron a esos
viejos relojes de bolsillos que simultáneamente dan la hora y remiten al
pasado: estirpes enteras reposan en sus imágenes amarillentas.
Tanta vida y tanta muerte conviven diariamente aquí: los moradores
silentes y los viandantes ruidosos que concurren para honrar con fotografías,
miradas y flores a fantasmas idealizados.
Más por persistencia que certeza, reconocí el sitio que me planteé
encontrar —incluso me olvidé de otros como los de mis admiradísimos Nikolái
Gógol y Vladímir Mayakovski.
En este laberinto también yacen Velimir Jlébnikov, Mijaíl Bulgákov,
Serguéi Eisenstéin, Konstantín Stanislavski y Nâzım Hikmet, uno de mis dos
poetas turcos contemporáneos predilectos —el otro es el malogrado, Orhan Veli
Kanık, quien murió de un derrame cerebral después de caer en una zanja
estambulita.
Satisfecho, me embarqué en la búsqueda de Shostakóvich y Prokófiev, con
la corazonada de que sólo encontraría a uno de los dos... tal como sucedió.
No pude dar con Serguéi Prokófiev, aquél a quien «Acero», Stalin —sobrenombre de Iósif Vissariónovich Dzhugashvil—, fastidiara no sólo en vida y muerte —ambos fenecieron el cinco de marzo de 1953 con una hora de diferencia, lo que hizo más luctuosa la desaparición del artista.
No pude dar con Serguéi Prokófiev, aquél a quien «Acero», Stalin —sobrenombre de Iósif Vissariónovich Dzhugashvil—, fastidiara no sólo en vida y muerte —ambos fenecieron el cinco de marzo de 1953 con una hora de diferencia, lo que hizo más luctuosa la desaparición del artista.
Reparé en algunos mausoleos —escala de los multifamiliares socialistas—
y registré aquellos cuyas esculturas me parecieron más interesantes —me percaté
de la inexistencia de epitafios; las inscripciones se limitaban al nombre del
difunto y a sus fechas de nacimiento y defunción.
Investigué: se trataba de la dirigente y ministra de cultura, Ekaterina
Fúrtseva; el pedagogo Antón Makárenko; el dramaturgo Aleksandr Afinógenov; el
payaso Vladímir Dúrov y Nadezhda Allilúyeva, la segunda mujer de Iósif Stalin.
Este cementerio es Rusia y representa lo que fue la U. R. S. S. Un sitio
nostálgico, melancólico..., donde reposan seres humanos —algunos de ellos
extraordinarios— de la historia de esta convulsa tierra, nunca leve, en que las
contradicciones aún palpitan —como en el cuento de Edgar Allan Poe, y el
celebérrimo epigrama de Fiódor Ivánovich Tiútchev:
Умом Россию не понять,
Аршином общим не измерить:
У ней особенная стать —
В Россию можно только верить.
[Rus. A Rusia no la
comprende la razón,
ni se le mide con el arshín1 común.
Posee su particular forma de ser.
En Rusia sólo es posible creer.]
Abandoné aquel lugar tiritando. La falta de descanso y el hambre
recrudecieron, y experimenté la sensación de haber hecho una visita onírica y
no física.
Con la perspectiva que sólo el decurso otorga a los recuerdos, comprendo
que aquel paseo fugaz fue uno de mis mejores ensueños. Después de todo, la Vida
es una procesión solitaria por el mundo en que, como creían los antiguos, Sueño
y Muerte se hermanan.
__________
1 N. del T. El аршин, arshín es una unidad
de medida rusa —hoy en desuso—, equivalente a 0, 7112 metros. Se puede traducir
como «codo» o «patio». Se utiliza en diversas frases. Por ejemplo, medir algo
por su arshín; juzgar a alguien por los propios arshines (o alcances).
Anexo el vínculo de la página del
cementerio (en ruso): http://novodevichye.com/
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