Durante mis viajes por el mundo suelo llevar diarios con el propósito no sólo de escribir lo que experimento y conozco, sino también para controlar el dinero del que dispongo. Estos pequeños textos son “apuntes” que, aunados a las imágenes recogidas, me permiten, al consultarlos, desencadenar mis recuerdos y, a partir de esto, crear crónicas más vívidas con las anécdotas a flor de piel. En el trayecto me he topado con otros viajeros, quienes me enriquecieron con sus relatos y fotografías.

viernes, 3 de mayo de 2013

Новодевичье кладбище, Novodévichye kládbische: Cementerio de Novodévichi. Moscú, Rusia.



Para mi madre, cuyo tesón me inspiró y aleccionó,
haciendo de éste el mejor viaje que he realizado en la vida.








Partí de la Ciudad de México aproximadamente a las diez de la noche del viernes.


Crucé la puerta del hotel de Moscú a las cinco de la mañana del domingo, tras completar el vuelo de conexión con su respectiva espera... desespera... en el Aeropuerto de Schiphol de Ámsterdam, donde un desperfecto mecánico obligó a la aerolínea KLM a cambiar de avión.






Pese al desconcierto por la diferencia de horario y el cansancio del trayecto, tan pronto como me enteré de que tendría el día libre, no concilié el sueño y esperé sobre la cama a que amaneciera.




Vista del Monasterio de Novodévichi,

también conocido como Monasterio Bogoróditse-Smolenski.



Me dirigí a la recepción, donde solicité un mapa de la ciudad, además de ayuda para determinar el modo óptimo para dirigirme al Cementerio de Novodévichi (Ново девичье кладбище, Novodévichye kládbische). Leí que el complejo permanecía cerrado el lunes, y era consciente de que quizá no dispondría de otra oportunidad para conocerlo.


El taxista que me trasladó por la madrugada me informó que la estación de metro más próxima al también monasterio era Sportívnaya. Esto facilitó su ubicación en la línea roja —la número uno.









Después de superar el pánico escénico que supone llegar a un país ignoto y aventurarse por sus rincones —salir a la calle, abordar el transporte público y sentir las miradas inquisitorias de los usuarios; recibir de lleno el golpe del idioma ajeno, así como descifrar un alfabeto extraño mientras se cotejan los nombres del papel con los letreros...—, transbordé en un par de ocasiones para alcanzar mi destino.









Consideré exagerada la fama del Moskovski metropolitén. Si bien es un «palacio subterráneo», a mí me pareció uno bastante descuidado. Llamaron mi atención las interminables escaleras que me internaron, lentamente, en el profundo andén —otrora planificado como refugio antibombas durante la Guerra Fría.






Los candiles, los pasamanos de madera y los arcos, así como los trenes viejos, me recordaron a los escabrosos vagones —casi quirófanos móviles— de Budapest que no sólo me transportaron al distrito de Ferencváros, sino a la misma época de los regímenes comunistas.






Me encaminé a la salida. Le pregunté a una comerciante por el lugar. Con el ceño y sendos ademanes con la mano —derecha e izquierda— me indicó el camino.


La llovizna que comenzó durante la larga cuesta que remonté del hotel a la estación de Ulitsa 1905 goda, de la línea violeta, arreció. Yo no asimilaba —entre otras cosas por no haber dormido y carecer de la noción del tiempo— que ya eran poco más de las once. 







Supe del Cementerio de Novodévichi, gracias al capítulo moscovita de la serie de la BBC titulada Classical Destinations: Great Cities and their Music[Destinos clásicos: las grandes ciudades y su música], conducida por Simon Callow. La emisión se dedica a dos de los compositores fundamentales del siglo XX: Dmitri Shostakóvich y Serguéi Prokófiev. De hecho, el presentador cierra el programa con las imágenes in situ de las tumbas de ambos músicos.






Al doblar la esquina divisé algunos autobuses, e intuí que había llegado: las cúpulas ortodoxas y los enjambres de turistas se desvelaron ante mis ojos más adelante.

Me allegué a la entrada. Un vigilante con impermeable flanqueaba la reja. La mayoría de los visitantes y sus guías se replegaron por el agua. Consulté el plano, erigido cual atril con partitura desplegada ante los miembros acostados de la orquesta fúnebre: mi objetivo era la sepultura de Antón Chéjov. La localicé; sin embargo, por más que lo intenté, no pude ubicarme.

—¿Chéjov? —inquirí al encapuchado. Con el brazo derecho señaló hacia ese mismo lado —¡como si su ademán me sirviera de algo en un panteón con más de 27, 000 lápidas!


Comencé a deambular. La gente se guarecía bajo el techo aledaño a los sanitarios. Salió paulatinamente: hablaban en japonés, chino, noruego... En ocasiones, para hacerme de datos, me arrimaba a estos grupúsculos como el carroñero que devora las sobras dejadas por los depredadores.









Identifiqué inmediatamente el sepulcro de Borís Yeltsin —el de la bandera tricolor rusa. Fotografié cuatro más cercanos a éste: uno en que destacan sendas efigies de un sujeto sentado y un perro, los cuales están junto al de una danzante —los últimos dos que capté se encuentran frente a los anteriores.















Dichas losas resultaron pertenecer respectivamente al más célebre cómico soviético, Yuri Vladímirovich Nikúlin, quien en las postrimerías de su vida fungió como director general del Circo de Moscú; a la bailarina, Galina Ulánova —que muchos suponen la de Anna Pávlova, también enterrada en este «camposanto»—; al exitoso violonchelista de origen azerbaiyano, Mstislav Rostropóvich; y un monumento donde figuran tres héroes de la Unión Soviética: Lev Dovátor, Iván Panfílov y Víktor Talalíjin.


Si alguien se extravía dentro de esta necrópolis, siempre tiene el consuelo de toparse con personas que lo están aún más. Refiero esto porque una pareja de homosexuales viejos se acercaron a mí para enterarse de quiénes eran algunos túmulos.






Al aceptar que no hallaría a Antón Pávlovich por mí mismo, demandé a una intérprete local que mostraba la losa de Nikita Jrushchov a un reducido grupo asiático. Sin aclarar mi duda, me orientó hacia uno de los muros atestados de columbarios.

Los retratos de los personajes de las paredes se me semejaron a esos viejos relojes de bolsillos que simultáneamente dan la hora y remiten al pasado: estirpes enteras reposan en sus imágenes amarillentas.


Tanta vida y tanta muerte conviven diariamente aquí: los moradores silentes y los viandantes ruidosos que concurren para honrar con fotografías, miradas y flores a fantasmas idealizados.









Más por persistencia que certeza, reconocí el sitio que me planteé encontrar —incluso me olvidé de otros como los de mis admiradísimos Nikolái Gógol y Vladímir Mayakovski.


En este laberinto también yacen Velimir Jlébnikov, Mijaíl Bulgákov, Serguéi Eisenstéin, Konstantín Stanislavski y Nâzım Hikmet, uno de mis dos poetas turcos contemporáneos predilectos —el otro es el malogrado, Orhan Veli Kanık, quien murió de un derrame cerebral después de caer en una zanja estambulita.






Satisfecho, me embarqué en la búsqueda de Shostakóvich y Prokófiev, con la corazonada de que sólo encontraría a uno de los dos... tal como sucedió.

No pude dar con Serguéi Prokófiev, aquél a quien «Acero», Stalin —sobrenombre de Iósif Vissariónovich Dzhugashvil—, fastidiara no sólo en vida y muerte —ambos fenecieron el cinco de marzo de 1953 con una hora de diferencia, lo que hizo más luctuosa la desaparición del artista.






Reparé en algunos mausoleos —escala de los multifamiliares socialistas— y registré aquellos cuyas esculturas me parecieron más interesantes —me percaté de la inexistencia de epitafios; las inscripciones se limitaban al nombre del difunto y a sus fechas de nacimiento y defunción.
















Investigué: se trataba de la dirigente y ministra de cultura, Ekaterina Fúrtseva; el pedagogo Antón Makárenko; el dramaturgo Aleksandr Afinógenov; el payaso Vladímir Dúrov y Nadezhda Allilúyeva, la segunda mujer de Iósif Stalin.






Este cementerio es Rusia y representa lo que fue la U. R. S. S. Un sitio nostálgico, melancólico..., donde reposan seres humanos —algunos de ellos extraordinarios— de la historia de esta convulsa tierra, nunca leve, en que las contradicciones aún palpitan —como en el cuento de Edgar Allan Poe, y el celebérrimo epigrama de Fiódor Ivánovich Tiútchev:



Умом Россию не понять,
Аршином общим не измерить:
У ней особенная стать —
В Россию можно только верить.

[Rus. A Rusia no la comprende la razón,
ni se le mide con el arshín1 común.
Posee su particular forma de ser.
En Rusia sólo es posible creer.]




Abandoné aquel lugar tiritando. La falta de descanso y el hambre recrudecieron, y experimenté la sensación de haber hecho una visita onírica y no física.






Con la perspectiva que sólo el decurso otorga a los recuerdos, comprendo que aquel paseo fugaz fue uno de mis mejores ensueños. Después de todo, la Vida es una procesión solitaria por el mundo en que, como creían los antiguos, Sueño y Muerte se hermanan.




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1 N. del T. El аршин, arshín es una unidad de medida rusa —hoy en desuso—, equivalente a 0, 7112 metros. Se puede traducir como «codo» o «patio». Se utiliza en diversas frases. Por ejemplo, medir algo por su arshín; juzgar a alguien por los propios arshines (o alcances).


Anexo el vínculo de la página del cementerio (en ruso): http://novodevichye.com/


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